En nuestra infancia creamos hábitos que se derivan de la educación que recibimos de nuestros padres, y que van relacionados también a imitaciones a través de amigos y sociedad en general. En este aprendizaje está la alimentación, que basada en el sitio en que vivimos y crecemos, hacemos costrumbres el modo de preparación de los alimentos.
Una vez que somos adultos nuestro paladar cambia notablemente, nuestros gustos varían en relación a sabores, olores y hasta en los colores. Cuántas veces hemos visto a un niño que separa a la orilla del plato el pimiento rojo o verde, así como el ajo, la cebolla, las verduras o incluso las carnes. Y luego, al cabo de los años, estos alimentos se nos convierten en deliciosos.
Constantemente nuestros hábitos de alimentación evolucionan, sobre todo cuando gozamos del privilegio de conocer la amplia gama de alimentos que existen en otros sitios del planeta y que a través de la importación llegan a nuestro mercado. Pero lo más importante es su forma de elaborarlos. Pongamos un ejemplo.
Conocemos las diferencias entre las carnes blancas y rojas, sus propiedades, sus beneficios y perjuicios, pero no hay alimento bueno y malo, lo bueno y malo está fundamentalmente en su preparación. Si las elaboramos friéndolas, aportarían muchas más calorías, aún cuando las blancas aportan menos energía que las rojas, mientras que si ambas carnes las hacemos a la plancha, al horno o cocidas, los niveles de calorías bajan y aumentan sus nutrientes.
Y así con todos los alimentos. Cambiando su forma de elaboración y coción podemos disfrutar de todos ellos y mantener a la vez, una buena salud.