La naturaleza está viva, cada estación pasa por nosotros dejando una huella de tiempo y clima que nos va forjando, nos va haciendo como somos y así ha sido desde siempre. Con la dehesa ocurre lo mismo, se puede observar cómo cambian sus formas y sus colores en cada estación.
En verano la dehesa amarillea, se seca el pasto y se multiplican los cardos, cambian los olores y los grillos nos acompañan tanto por el día como por la noche. Todo busca la sombra, maduran los higos y se abren las piñas, mientras sobre un viejo mantel la gente ve la caída de la tarde o disfruta de un paseo vespertino y sosegado.
Las noches de verano en la dehesa invitan a desconectar, buscan la paz y te llevan a contar estrellas escuchando nada más que el silencio.
A la mañana el paisaje se va volviendo sonoro, la inmensidad de encinas y alcornoques amanecen frescas y limpias, serenas en un cielo que va haciéndose luminoso mientras nuestros mimados ejemplares campan a sus anchas en esta espectacular residencia rodeada de charcas y arroyos, puro bienestar animal, un lujo que tienen nuestras piaras y que en el sector cárnico es difícil de ver con cualquier otro animal. El cerdo ibérico se puede considerar un animal privilegiado al poder disfrutar de este gran ecosistema y nosotros en Castro y González, que llevamos la dehesa en la sangre, podemos experimentar innumerables experiencias y descubrimientos que nos acompañan compaginando historia, naturaleza y gastronomía. La dehesa, un ecosistema de creación humana, donde existe un beneficio generalizado del medio, el animal y el hombre. Cada árbol hace un bosque y cada bosque se hace árbol, protagonistas y vigilantes desde su cielo y en un paisaje perfecto donde la palabra que mejor puede definir todo este mundo sería sin duda «armonía».