Resultaba normal, a la caída de la tarde, ver correr a los niños a esperar a sus padres o los que venían de la sierra de trabajar. Ellos sabían que estábamos impacientes. Era algo especial rebuscar en la talega, un trocito de tortilla, algún “torreznillo” o quizás la manzana de su postre, que no se comían por nosotros. Para nuestro padre, y el de tantos otros niños, las caras de alegría cuando les preguntábamos: ¿nos traes algo?… era su mejor alimento. Su recompensa al duro día. A veces nos sorprendían con pequeños juguetes, hechos a punta de navaja. Un barquito de corteza de pino, una sillita de carrizos o un muñeco de quejigos.
En según qué tiempo o qué sitio trabajaban, las sorpresas eran distintas, variadas; no querían defraudar nuestra infantil expectación. Cualquier fruto silvestre, moras, higos chumbos, madroños, bellotas…Una tarde, José “el de la Eustaquia” había bajado de la sierra después de algunas semanas. Reunía a la puerta de su casa un corro de chiquillos, los mantenía entusiasmados repartiéndoles bellotas dulces. Recuerdo ahora esos momentos y, aún, se me pone “la piel de gallina”, erizada. Como todos, me acerqué a pedirle bellotas. Alargué mis pequeñas manos. Él me miró y me dijo: “ven Marianillo, mete las manos en el bolsillo de la chaqueta y coge las que quieras”… Metí la mano y, junto a dos o tres bellotas, saqué, enrollada en mi mano ¡¡“una bicha”!!, una culebra. La impresión fue tan fuerte, tan impactante, que caí al suelo, y perdí el sentido.
De después, no recuerdo nada. Los efectos de la brutal canallada, y la reacción de mis padres los he sabido después, ya bastante mayor. Me contaba mi madre, que ella y los vecinos le dijeron de todo, “se lo hubieran comido”, que él, cobarde y acorralado tuvo que esconderse. La pobre Eustaquia lloraba y oía mucho más de lo que hubiese querido. Su hijo no tardó en subirse al monte. Yo no lo volví a ver. A mi padre hubo que convencerle para que no “subiera al monte” a buscarlo. Hubiera sido una desgracia. A partir de todo esto, mi madre me contaba, que cogí las fiebres tifoideas, que se complicaron y pasó a meningitis, que estuve muy malito… Quizás no hubo correlación entre la canallada de “las bellotas” y mi posterior lucha, entre la vida y la muerte. Afortunadamente ganó la vida. Ahora revivo aquellos años de mi infancia, que mis padres, en mi calle, con mis vecinos y amigos, en mi pueblo – y con un montón de carencias prescindibles – nos dieron su mejor herencia para nuestro futuro: calidez y valores.
Gracias a todos, también a “las bellotas dulces de la Centenera”. Ahora perdono la locura irresponsable de este pobre hombre: José “el de la Eustaquia”.